Y una lágrima cayó en Llarena

bandera independentista de Cataluña

Y una lágrima cayó en Llarena

La primera vez que escribí en un periódico sobre el asunto de Cataluña fue un 27 de octubre de 2005 y lo titulé El Estatuto y la heterodoxia.  Releerlo estos días provoca una sensación amarga, porque uno se da cuenta de hasta qué punto hemos llegado a causa del cortoplacismo de arañar votos, aunque sea a costa de provocar una herida en la Historia.

En aquellos días me atreví a defender (en público y en Extremadura) el Estatuto que Pasqual Maragall y el tripartito con ERC e Iniciativa per Catalunya estaban intentando hacer llegar a buen puerto. Un texto en el que se plasmaban cosas muy interesantes, de esas que apenas aparecían en las constituciones y estatutos de finales de los 70, como la participación ciudadana, la igualdad de género, la cohesión social, el medio ambiente o la cooperación al desarrollo.

El Estatut de Cataluña

En aquel texto de hace casi 13 años contaba lo siguiente: ‘Si uno viene de Nueva Zelanda y ve la que se está montando, deduciría que el Estatut aprobado es una declaración de independencia y que Cataluña no quiere saber nada más del resto, pero lo que podemos leer es que la Generalitat “se impone el deber de prestar la ayuda necesaria a las demás comunidades autónomas para el ejercicio eficaz de sus competencias”. Además se articula “la contribución a la solidaridad con las demás regiones a fin de que los servicios prestados por los diferentes gobiernos autonómicos a sus ciudadanos puedan alcanzar niveles similares”’.

Comparado con lo de hoy, nos parece una broma lo de 2005. Pero fue entonces cuando el PP de M. Rajoy, guiado por un nacionalismo españolista desaforado, se lanzó a las calles a pedir firmas. Yo mismo me los encontré en la puerta de mi Centro de Salud, me asaltaron con bolígrafo en mano y me preguntaron, literalmente, si quería “firmar contra los catalanes”. La anécdota explica casi todo.

Fábrica de independentistas

Desde la sentencia del Tribunal Constitucional de julio de 2010 todo ha ido complicándose. El independentismo de Cataluña no era un problema político en España a finales del siglo XX. Buena prueba de ello es que el voto inequívocamente independentista en las elecciones celebradas entre 1980 y 1999 apenas superó una media del 7% , mientras que el pasado diciembre alcanzaba, como mínimo, el 47,5%.

Todos sabemos lo que ha ocurrido en los últimos dos años porque no hay monotema al que jamás se le haya dedicado tanto tiempo en todos los medios de comunicación. Un problema político que no se ha intentado resolver porque M. Rajoy, el maestro del dontancredismo, cree que se resolverá a su favor sin tener que mancharse las manos. Y ha propiciado que todo quede en manos de jueces que no esconden su nacionalismo español y que consideran que a base de cárcel pueden hacer rebajar el número de independentistas de Cataluña, que cada vez se acerca más al 50%.

Europa contra el nacionalismo español

Ahora el mundo comienza a darse cuenta de que el nacionalismo español se está pasando de frenada: ni Bélgica ni el Reino Unido van a extraditar a los consejeros exiliados. Por si el palo fuera poco, los jueces de la Alemania de la mismísima Merkel han puesto en la calle a Puigdemont, dándose la paradoja de que por Europa se pasean unos señores que aquí podrían ser condenados a 30 años de prisión.

El gitano Peret fue uno de los grandes maestros de la rumba catalana, un hombre que acabó por sintetizar y fusionar las raíces propias con las particulares de aquel rincón peninsular. Nadie podría pensar, cuando escuchamos su “Canta y sé feliz” en el festival de Eurovisión de 1974, que acabaría abrazando el independentismo. Me he acordado de él al imaginar el abatimiento de ese juez que pide y retira euro-órdenes de detención al ver que no le hacen caso en Europa, y que Naciones Unidas dice que Jordi Sánchez tiene sus derechos políticos intactos. Una pena que Peret muriera en 2014 y no pudiera entonar lo de “una lágrima cayó en Llarena”.

Por Javier Figueiredo

 

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